Juego de tronos es una novela de fantasía escrita por el autor estadounidense George R. R. Martin en 1996.La novela se caracteriza por el uso de numerosos personajes bien detallados, la contraposición de puntos de vista de... los múltiples protagonistas, su trama con giros inesperados y el uso sutil de los aspectos mágicos tan comunes en otras obras de fantasía.
Este es un espacio dedicado a las personas como yo,que nuestros ojos ya no nos permiten leer,a los invidentes y a personas con baja visión.Todo mi trabajo está realizado de manera altruista y no busco ninguna compensación,solo la satisfacción de saber que ayudo a otras personas.Un gran abrazo a tod@s.
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Mientras desayunaban, la septa Mordane dijo a Sansa que Eddard Stark había salido al amanecer.
—El rey lo mandó llamar. Creo que se han ido otra vez d e caza. Tengo entendido que por estas tierras todavía quedan uros salvajes.
—Nunca he visto un uro —dijo Sansa al tiempo que daba un trocito de panceta a Dama, por debajo de la mesa. La loba huargo lo tomó de su mano con la delicadeza de una reina.
—Una dama noble no echa de comer a los perros en la mesa —dijo la septa Mordane con un bufido de desaprobación al tiempo que partía otro trozo de panal para que la miel goteara sobre una rebanada de pan.
—No es una perra, es una loba huargo —señaló Sansa; Dama le lamía los dedos con su lengua áspera—. Además, mi padre dijo que podíamos traerlas con nosotras si queríamos.
—Eres una niña muy buena, Sansa. —Aquello no había servido para aplacar a la septa—. Pero en lo que respecta a esas criaturas pareces tan testaruda como tu hermana Arya. —Frunció el ceño—. Por cierto, ¿dónde está Arya?
—No tenía hambre —dijo Sansa. Sabía que, con toda probabilidad, su hermana habría bajado a hurtadillas a la cocina muchas horas antes, y engatusado a algún pinche para que le diera el desayuno.
—Recuérdale que hoy se tiene que poner un vestido bonito. Como el de terciopelo gris. Nos han invitado a viajar con la reina y con la princesa Myrcella en el carromato real; debemos estar impecables.
Ya habían transcurrido ocho días desde que Ned y las niñas se fueron de Invernalia cuando el maestre Luwin fue a verla de noche al cuarto de Bran, llevando c on él una lamparilla y los libros de contabilidad.
—Ya es hora de que repaséis las cuentas, mi señora —dijo—. Tenéis que saber cuánto nos ha costado esta visita regia.
Catelyn contempló a Bran en el lecho y le apartó el cabello de la frente. Se dio cuenta de que le había crecido mucho. Pronto tendría que cortárselo.
—No me hace falta ver las cifras, maestre Luwin —replicó sin apartar los ojos del niño—. Ya sé lo que nos ha costado la visita. Llévate esos libros fuera de mi vista.
—Mi señora, el séquito real gozaba de un apetito muy saludable. Tenemos que reabastecer las despensas antes de...
—He dicho que os llevéis esos libros —lo interrumpió—. El mayordomo se encargará de eso.
—No tenemos mayordomo —le recordó el maestre Luwin. Catelyn pensó que era como una rata gris; no la iba a dejar escapar—. Poole se ha ido al sur para ocuparse de la casa de Lord Eddard en Desembarco del Rey.
—Ah, sí, ya lo recuerdo —asintió Catelyn, distraída.
Bran estaba muy pálido. Pensó que debería acercar más la cama a la ventana, para que le diera el sol de la mañana.
El maestre Luwin puso la lamparilla en un nicho junto a la puerta y jugueteó con el pábilo, inquieto.
—Tenéis que prestar atención de inmediato al tema de los nombramientos, mi señora. Además del mayordomo, necesitamos un capitán de los guardias para ocupar el puesto de Jory, un caballerizo...
Juego de tronos.Capítulo 13.Tyrion y los dragones de targaryen
11/07/2011
El norte parecía eterno.
Tyrion Lannister se sabía los mapas tan bien como cualquiera, pero dos semanas en el miserable sendero de cabras en que se conv ertía allí el camino real le habían demostrado que los mapas eran una cosa y el terreno otra muy diferente.
Habían salido de Invernalia el mismo día que el rey, en medio de la confusión causada por la partida real, acompañados por los gritos de los hombres, el relinchar de los caballos, el traqueteo de los carromatos y los chirridos de la enorme casa con ruedas de la reina. Caía una ligera nevada. El camino real estaba poco más allá del castillo y la ciudad. En aquel punto los banderizos, los carromatos y las columnas de caballeros y jinetes libres se dirigieron hacia el sur llevándose con ellos el tumulto, mientras que Tyrion se encaminó hacia el norte con Benjen Stark y su sobrino.
Después de aquello todo fue más frío, y mucho, mucho más silencioso.
Al oeste del camino quedaban los riscos de pedernal, grises y escarpados, con altas torres de vigilancia en las cimas. Hacia el este el terreno descendía hasta convertirse en una llanura ondulada que se extendía hasta perderse de vista. Vieron puentes de piedra que salvaban riachuelos de aguas turbulentas, y pequeñas granjas que formaban círculos en torno a modestas fortalezas con cercas de madera y piedra. El camino estaba muy concurrido, y por la noche podían acomodarse en las rudimentarias posadas que lo bordeaban.
La orden le llegó una hora antes del amanecer, cuando el mundo estaba tranquilo y gris.
Alyn lo sacudió para arrancarlo bruscamente de sus sueños, y Ne d, somnoliento, salió con torpeza al gelido exterior donde el sol todavía no había salido. Se encontró con su montura ya ensillada, y al rey a lomos de la suya. Robert llevaba guantes marrones y una gruesa capa de piel con capucha que le cubría las orejas, parecía un oso a caballo.
—¡Venga, Stark! —rugió—. ¡Vamos, vamos! Tenemos que discutir asuntos de estado.
—Desde luego —dijo Ned—. Pasa, Alteza.
Alyn levantó la solapa de la tienda.
—No, no, ni hablar —dijo Robert. Su aliento formaba una nube de vapor con cada palabra—. El campamento tiene oídos. Además, quiero cabalgar un poco por tus tierras.
Ned advirtió que Ser Boros y Ser Meryn aguardaban tras él con una docena de guardias. No había nada que hacer excepto frotarse los ojos hasta espantar el sueño, vestirse y montar.
Daenerys Targaryen se casó con Khal Drogo con miedo y esplendor bárbaro en un prado fuera de las murallas de Pentos, porque los dothrakis creían que todo aco ntecimiento importante en la vida de un hombre debía celebrarse a cielo abierto.
Drogo había convocado a su khalasar para que lo acompañara, y acudieron los cuarenta mil guerreros dothrakis junto con innumerables mujeres, niños y esclavos. Acamparon tras los muros de la ciudad con sus vastos rebaños, erigieron palacios de hierba trenzada, devoraron todo lo que encontraron y día a día hicieron crecer el nerviosismo entre los habitantes de Pentos.
—Mis colegas magísteres han doblado la guardia en la ciudad —les comentó Illyrio una noche en la mansión donde había vivido Drogo, ante enormes bandejas de pato a la miel y chiles anaranjados.
El khal se había ido con su khalasar y la casa había quedado a disposición de Daenerys y su hermano hasta el día de la boda.
—Más vale que casemos pronto a la princesa Daenerys, antes de que la mitad de las riquezas de Pentos vayan a parar a los bolsillos de mercenarios y malhechores —bromeó Ser Jorah Mormont.
El exiliado había ofrecido su espada a Viserys la noche en que Dany fue vendida a Khal Drogo. Su hermano la había aceptado de buena gana. Desde entonces, Mormont los acompañaba constantemente.
El magíster Illyrio dejó escapar una risita a través de la barba, pero Viserys ni siquiera sonrió.
—Por mí como si se la quiere llevar mañana —dijo. Miró a Dany, que bajó los ojos—. Mientras pague lo acordado, claro.
Jon subió por las escaleras despacio, tratando de no pensar que tal vez fuera la última vez que las pisaba. Fantasma caminaba en silencio junto a él. En el e xterior, la nieve se arremolinaba y se colaba por las puertas del castillo, en el patio todo era ruido y reinaba el caos, pero entre los gruesos muros de piedra hacía calor y reinaba el silencio. Demasiado silencio, para el gusto de Jon.
Llegó al rellano y se detuvo durante un rato, asustado. Fantasma le hociqueó la mano. Eso le dio ánimos. Se irguió y entró en la habitación.
Lady Stark estaba junto a la cama. Llevaba allí casi quince días con sus noches. No se había alejado ni un momento de Bran. Le llevaban allí las comidas, y le habían puesto un orinal y un camastro, aunque se decía que apenas dormía. Era ella en persona quien lo alimentaba con la miel, el agua y la mezcla de hierbas que lo mantenían con vida. No había salido ni una vez de la habitación. De manera que Jon no había entrado.
Pero ya no quedaba tiempo.
Se detuvo en la puerta un instante, sin atreverse a decir nada, sin atreverse a acercarse. La ventana estaba abierta. Abajo, un lobo aullaba. Fantasma lo oyó y alzó la cabeza.
En algún punto del gran laberinto de piedra que era Invernalia, un lobo aullaba. El sonido ondeaba en el castillo como una bandera de luto.
Tyrion Lannis ter alzó la vista de los libros y se estremeció, aunque la biblioteca era cálida y acogedora. El aullido de un lobo tenía una cualidad que arrancaba al hombre de su lugar y su tiempo, y lo abandonaba en un bosque oscuro de la mente, corriendo desnudo ante la manada.
El lobo aulló de nuevo, y Tyrion cerró el pesado libro con cubiertas de cuero que había estado leyendo, un tratado de hacía un siglo acerca del cambio de las estaciones, escrito por un maestre que llevaba mucho tiempo muerto. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano. La lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por las altas ventanas. Se había pasado la noche leyendo, pero no era ninguna novedad. Tyrion Lannister no era de los que necesitan mucho sueño.
Al bajarse del banco se dio cuenta de que tenía las piernas rígidas y doloridas. Se las masajeó para activar la circulación, y cojeó hacia la mesa sobre la que el septon roncaba suavemente con la cabeza apoyada en el libro abierto ante él. Tyrion leyó el título. Una biografía del Gran Maestre Aethelmure, aquello lo explicaba todo.
—Chayle —llamó con suavidad.
El joven alzó la cabeza bruscamente y parpadeó, confuso. Llevaba una cadena de plata en el cuello de la que colgaba el cristal de su orden.
—Voy a ver qué desayuno. Encárgate de volver a poner los libros en los estantes. Ten cuidado con los pergaminos valyrianos, están muy secos. El Máquinas de guerra de Ayrmidon es muy poco común, tienes el único ejemplar completo que he visto en mi vida.
La partida de caza se puso en marcha al amanecer. El rey quería que hubiera jabalí en el banquete de la noche. El príncipe Joffrey cabalgaba con su padre, as í que Robb había recibido permiso para ir también con los cazadores. Junto con ellos iban su tío Benjen, Jory, Theon Greyjoy, Ser Rodrik e incluso el extraño hermano pequeño de la reina. Al fin y al cabo era la última cacería: al día siguiente por la mañana emprenderían el viaje hacia el sur.
Bran había tenido que quedarse en Invernalia con Jon, las niñas y Rickon. Pero Rickon no era más que un bebé, las niñas no eran más que niñas, y Jon y su lobo parecían haberse esfumado. Bran tampoco los buscó con demasiado interés. Tenía la sensación de que Jon estaba enfadado con él. Últimamente Jon parecía enfadado con todo el mundo. El niño no entendía por qué. Sabía que su medio hermano iba a marcharse con el tío Ben al Muro, para unirse a la Guardia de la Noche. Aquello era casi tan emocionante como ir al sur con el rey. El que se tenía que quedar en Invernalia era Robb, no Jon.
Llevaba días muriéndose de impaciencia, no veía la hora de iniciar el viaje. Iba a recorrer el camino real a caballo, no a lomos de un poni, sino de un caballo de verdad. Su padre sería la Mano del Rey, vivirían en el castillo rojo de Desembarco del Rey, el castillo que habían construido los Señores Dragón. La Vieja Tata decía que allí había fantasmas, y mazmorras donde habían pasado cosas horribles, y que los muros estaban adornados con cabezas de dragón. Sólo con imaginarlo a Bran le daban escalofríos, pero no tenía miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? Su padre estaría con él, y el rey, y todos los caballeros del rey, y sus espadas leales.
Las puntadas de Arya volvían a estar todas torcidas.
Las contempló con el ceño fruncido, desalentada, y miró de hurtadillas hacia donde estaba su herm ana Sansa con las otras niñas. Las labores de costura de Sansa eran siempre exquisitas. Todo el mundo lo decía.
«Las labores de Sansa son tan bonitas como ella —dijo una vez la septa Mordane a su señora madre—. Tiene unas manos tan hábiles, tan delicadas... —Cuando Lady Catelyn le preguntó por Arya, la septa lanzó un bufido—. Arya tiene manos de herrero.»
Arya echó una mirada furtiva hacia el otro extremo de la sala, temerosa de que la septa Mordane pudiera leerle el pensamiento, pero aquel día no le prestaba atención. Se había sentado con la princesa Myrcella y era todo sonrisas y adulación. La septa no tenía ocasión de instruir a una princesa en las artes femeninas todos los días, como había dicho a la reina cuando llevó a la niña para que estuviera con ellas. A Arya le pareció que las puntadas de Myrcella también estaban algo torcidas, pero por la manera en que las alababa la septa Mordane nadie lo habría imaginado.
Examinó de nuevo su labor, buscando alguna manera de rescatarla, y al final suspiró y dejó la aguja. Miró a su hermana con gesto abatido. Sansa charlaba alegremente mientras cosía. A sus pies se sentaba Beth Cassel, la hija pequeña de Ser Rodrik, que se bebía cada palabra que salía de sus labios. Jeyne Poole, a su lado, le susurraba algo al oído.
De todas las habitaciones del Gran Torreón de Invernalia, las cámaras de Catelyn eran las más cálidas. Rara vez tenían que encender la chimenea. El castill o se alzaba sobre manantiales naturales de agua termal, y las aguas hirvientes recorrían el interior de los muros como la sangre por el cuerpo de un hombre; espantaban el frío de las salas de piedra y llenaban los invernaderos interiores de una humedad cálida que impedía que la tierra se congelara. En una docena de patios, los pozos abiertos humeaban día y noche. En verano nadie prestaba atención al tema; en invierno, suponía la diferencia entre la vida y la muerte.
El cuarto de baño de Catelyn estaba siempre caliente y lleno de vapor, y las paredes eran cálidas. Aquel ambiente le recordaba a Aguasdulces, a los días al sol con Lysa y Edmure. Pero Ned nunca había soportado el calor. Los Stark estaban hechos para el frío, le decía. Ella siempre se reía y le replicaba que, en ese caso, habían elegido el peor lugar para edificar el castillo.
De manera que, cuando terminaron, Ned se dio media vuelta y se bajó de la cama como ya había hecho mil veces. Atravesó la habitación, descorrió los pesados cortinajes y fue abriendo de una en una las ventanas altas y estrechas para que la cámara se llenara con el aire de la noche.
El viento le azotó el cuerpo desnudo cuando se asomó a la oscuridad con las manos vacías. Catelyn se subió las pieles hasta la barbilla y lo miró. Le parecía más menudo, más vulnerable, como el joven con el que se había casado en el sept de Aguasdulces hacía quince largos años. Sentía las ingles doloridas, el sexo había sido apasionado y apremiante. Era un dolor grato. Notaba la semilla de su esposo en su interior, y rezó para que diera fruto. Ya habían pasado tres años desde que naciera Rickon. No era demasiado vieja, aún podía darle otro hijo.
Había ocasiones, aunque no muchas, en las que Jon Nieve se alegraba de ser el hijo bastardo. Aquella noche, mientras se llenaba una vez más la copa de vino de la jarra de un mozo que pasaba junto a él, pensó que ésa era una de ellas.
Volvió a ocupar su lugar en el banco, entre los escuderos jóvenes, y bebió. El sabor dulce y afrutado del vino veraniego le impregnó la boca y dibujó una sonrisa en sus labios.
La sala principal de Invernalia estaba llena de humo y el aire cargado del olor a carne asada y a pan recién hecho. Los estandartes cubrían los muros de piedra gris. Blanco, oro y escarlata: el huargo de los Stark, el venado coronado de los Baratheon y el león de los Lannister. Un trovador tocaba el arpa alta al tiempo que recitaba una balada, pero en aquel rincón de la sala apenas se lo escuchaba por encima del crepitar de las llamas, el estrépito de los platos y las copas, y el murmullo de cientos de conversaciones ebrias.
Corría la cuarta hora del festín de bienvenida dispuesto en honor al rey. Los hermanos de Jon ocupaban sitios asignados con los príncipes, junto al estrado donde Lord y Lady Stark agasajaban a los reyes. Seguramente su padre permitiría a los niños beber una copa de vino dada la importancia de la ocasión, pero sólo una. En cambio allí abajo, en los bancos, nadie impedía a Jon beber tanto como quisiera para saciar su sed.
Los visitantes entraban como un río de oro, plata y acero bruñido por las puertas del castillo, más de trescientos, la elite de los banderizos, los caballero s, las espadas leales y los jinetes libres. Sobre ellos ondeaban una docena de estandartes dorados, agitados por el viento del norte, en los que se veía el venado coronado de Baratheon.
Ned conocía personalmente a muchos de los jinetes. Allí estaba Ser Jaime Lannister, de cabellos tan brillantes como el oro batido, y Sandor Clegane, con el espantoso rostro quemado. El muchachito alto que cabalgaba junto a él sólo podía ser el príncipe heredero, y el hombrecillo atrofiado que iba detrás de ellos era sin duda el Gnomo, Tyrion Lannister.
Pero el hombretón corpulento que cabalgaba al frente de la columna, flanqueado por dos caballeros con las capas níveas de la Guardia Real, era casi un desconocido para Ned... hasta que se bajó del caballo de guerra con un rugido harto familiar, y lo estrechó en un abrazo de oso que le hizo crujir los huesos.
—¡Ned! ¡Cómo me alegro de verte! ¡Sigues igual, no sonríes ni aunque te maten! —El rey lo examinó de pies a cabeza y soltó una carcajada—. ¡No has cambiado nada!
Ned habría deseado poder decir lo mismo. Habían pasado quince años desde que cabalgaran juntos para conquistar un trono. El señor de Bastión de Tormentas era entonces un joven de rostro afeitado, ojos claros y torso musculoso; el sueño de cualquier doncella. Con sus dos metros de altura, se erguía por encima de todos los demás, y cuando se ponía la armadura y el gran yelmo astado de su Casa se convertía en un verdadero gigante. También tenía la fuerza de un gigante, y su arma favorita era una maza de hierro con púas que Ned apenas si podía levantar. En aquellos tiempos, el olor del cuero y la sangre lo envolvía como un perfume.
Su hermano le mostró el traje largo para que lo examinara.
—Mira qué belleza. Tócalo. Venga, acaricia la tela.
Dany lo tocó. El tejido era tan suave que parecía deslizarse como agua entre los dedos. Nunca había llevado nada tan delicado. Se asustó y apartó la mano.
—¿De verdad es para mí?
—Un regalo del magíster Illyrio —asintió Viserys con una sonrisa. Aquella noche, su hermano estaba de buen humor—. Este color te resaltará el violeta de los ojos. Y también dispondrás de joyas de oro, muchas. Me lo ha prometido Illyrio. Esta velada debes parecer una princesa.
«Una princesa», pensó Dany. Ya se había olvidado de cómo era aquello. Quizá nunca lo había sabido del todo.
—¿Por qué nos ayuda tanto? —preguntó—. ¿Qué quiere de nosotros?
Llevaban casi medio año viviendo en la casa del magíster, comiendo en su mesa y mimados por sus criados. Dany tenía trece años, edad suficiente para saber que regalos como aquéllos rara vez eran desinteresados allí, en la ciudad libre de Pentos.
—Illyrio no es ningún idiota —dijo Viserys. Era un joven flaco, con manos nerviosas y ojos color lila claro, siempre febriles—. El magíster sabe que, cuando esté sentado en mi trono, no olvidaré a mis amigos.
Dany no dijo nada. El magíster Illyrio comerciaba con especias, piedras preciosas, huesodragón y otras mercancías menos delicadas. Según los rumores tenía amigos repartidos por las Nueve Ciudades Libres, y aún más lejos, en Vaes Dothrak y en las legendarias tierras que se extendían más allá del mar de Jade. También se decía que jamás había tenido un amigo al que no hubiera vendido de buena gana por un precio razonable. Dany escuchaba los comentarios en las calles y oía aquellas cosas, pero nunca se le ocurriría discutir con su hermano mientras éste tejía sus redes de sueños. No quería bajo ningún concepto suscitar su ira, lo que Viserys llamaba «despertar al dragón».
A Catelyn nunca le había gustado aquel bosque de dioses.
La sangre Tully le corría por las venas, había nacido y se había criado en Aguasdulces, muy a l sur, en el Forca Roja del Tridente. Allí el bosque de dioses era un jardín alegre y despejado, en el que las altas secuoyas proyectaban sombras sobre las aguas de arroyuelos cristalinos, los pájaros cantaban desde sus nidos escondidos y el aroma de las flores impregnaba el aire.
Los dioses de Invernalia tenían un bosque muy diferente. Era un lugar oscuro y primitivo, tres acres de árboles viejos que nadie había tocado en miles de años, mientras el castillo se alzaba a su alrededor. Olía a tierra húmeda y a putrefacción. Allí no crecían las secuoyas. Era un bosque de recios árboles centinela parapetados tras agujas color verde grisáceo, robles imponentes y tamarindos tan viejos como el propio reino. Allí los gruesos troncos negros estaban muy juntos, y las ramas retorcidas tejían una techumbre tupida, mientras las raíces deformes se entrelazaban bajo la tierra. El silencio y las sombras imperaban, y los dioses de aquel bosque no tenían nombres.
Pero sabía que allí era donde estaría su esposo aquella noche. Siempre que le quitaba la vida a un hombre, buscaba la tranquilidad del bosque de dioses.
El día había amanecido fresco y despejado, con un frío vivificante que señalaba el final del verano. Se pusieron en marcha con la aurora para ver la decapit ación de un hombre. Eran veinte en total, y Bran cabalgaba entre ellos, nervioso y emocionado. Era la primera vez que lo consideraban suficientemente mayor para acompañar a su padre y a sus hermanos a presenciar la justicia del rey. Corría el noveno año de verano, y el séptimo de la vida de Bran.
Habían sacado al hombre de un pequeño fortín de las colinas. Robb creía que se trataba de un salvaje, que había puesto su espada al servicio de Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro. A Bran se le ponía la carne de gallina sólo con pensarlo. Recordaba muy bien las historias que la Vieja Tata les había contado junto a la chimenea. Los salvajes eran crueles, les decía, esclavistas, asesinos y ladrones. Se apareaban con gigantes y con espíritus malignos, se llevaban a los niños de las cunas en mitad de la noche y bebían sangre en cuernos pulidos. Y sus mujeres yacían con los Otros durante la Larga Noche, para dar a luz espantosos hijos medio humanos.
Pero el hombre que vieron atado de pies y manos al muro del fortín, esperando la justicia del rey, era viejo y huesudo, poco más alto que Robb. Había perdido en alguna helada las dos orejas y un dedo, y vestía todo de negro, como un hermano de la Guardia de la Noche, aunque las pieles que llevaba estaban sucias y hechas jirones.
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